Ahora tengo 24 años y todavía, cada vez que pasa un pequeño autobús escolar, compruebo si tiene un elevador para sillas de ruedas, porque no hace mucho tiempo, yo esperaba el autobús. A medida que se acerca la “temporada del regreso a clases” y el autobús vuelve a retumbar por la calle, no puedo evitar sentir una sensación de extraña nostalgia. Ese pequeño autobús y yo tenemos una larga y compleja historia.
Cuando empecé el kínder en la escuela pública local en otoño de 1998, era la única estudiante con una discapacidad física, y era la discapacidad más visible en mi escuela. Mi presencia, en mi pequeña silla de ruedas azul en una escuela pública, era todavía bastante radical, aunque yo no lo sabía en ese momento.
Cuando era una niña con discapacidades me di cuenta de dos cosas. La primera, que tenía una discapacidad y que siempre la tendría, llegó casi sin pensarlo. Tener parálisis cerebral era la única realidad que conocía. La segunda era mucho más difícil, que yo era diferente en aspectos importantes. Puede que usted piense: “¿Y qué? ¡Tú eres quien eres! ¡No importa!”. Pero ese pensamiento descarta por completo la particular experiencia de tener discapacidades en un mundo que, siendo honestos, no está hecho para nosotros. Por supuesto que importa. Me importa cuando tengo que llamar antes de salir a comer para asegurarme de que el restaurante tenga una rampa. Me importa cuando la gente en la calle no quiere verme fijamente, así que en vez de eso no me miran. Me importó ese otoño, cuando subí al autobús escolar por primera vez. Aquella mañana de otoño me enteré de que “la gente como yo” —los estudiantes con discapacidades— van en autobuses separados. Nosotros íbamos en el “autobús pequeño”, mientras los demás niños se subían al “autobús grande” en la parada de la calle. En principio, segregar a los estudiantes con discapacidades para que vayan a la escuela es un error. Para las personas con discapacidades, ese pequeño autobús es probablemente uno de los símbolos de opresión con mayor reconocimiento en el mundo.
Pero aquí es donde las cosas se complican. Envuelta en muchas capas de polvo, cinturones de seguridad rotos, elevadores chirriantes y desvíos extraños, encontré algo que necesitaba: la comunidad. Cuando subí a ese autobús, mis compañeros entendieron mi perspectiva. Aunque la mayoría de mis compañeros tenían discapacidades cognitivas, encontramos muchos puntos en común. Suelo decir que, a veces, solo hace falta hablar con alguien que está “en el mismo barco”… ¿o debería decir autobús? Mi comunidad crecio en ese pequeño buque amarillo, desde kínder hasta el 12.º grado. Aunque siempre estaré agradecida por mi oportunidad de ser educada en un aula convencional, ser diferente todo el día es agotador. En el autobús yo pertenecía, con facilidad y naturalidad. Podíamos hablar con libertad sobre qué color debía tener mi próxima silla de ruedas, bromear sobre quién tenía la asistencia más molesta y desahogarnos sobre conseguir adaptaciones en el centro de pruebas. Cuando llegó la secundaria y la mayoría de mis compañeros que no tenían discapacidades cambiaron sus asientos en el autobús por asientos en sus autos, fue difícil enfrentarme a la realidad de que tal vez nunca conduciría. Pero en el “autobús pequeño”, mis compañeros estaban a mi lado en la lucha. Aunque me encantaría conducir algún día, no cambiaría por nada mi maravilloso grupo que me dio mi primera pequeña muestra de orgullo de la discapacidad. Cuando el autobús llegaba tarde o no se presentaba, aprendí a defenderme y enseguida me convertí en la espina clavada del transportista. Aprendí a encontrar la camaradería con personas que tenían todo tipo de discapacidades. A su vez, aprendí a rechazar la jerarquía construida sobre la mentira de que las personas con discapacidades físicas no son como las que tienen discapacidades cognitivas, que no son como las que tienen discapacidades psiquiátricas. Nos necesitamos, hoy y siempre. La gente suele emplear el término “autobús pequeño” como algo peyorativo, pero yo he optado por reclamarlo. Me pertenece a mí y a todos los que están en el autobús a mi lado, a los que no les faltó ni les faltará nunca talento, corazón o espíritu. Terminaré dirigiéndome de forma directa al autobús, como hice en una carta que metí en el asiento el último día de clase.
Querido autobús pequeño, odiaba tus retrasos que nunca ocurrirían en “el autobús grande”. Odiaba que tus conductores me llamaran “la silla de ruedas”. Odiaba la forma en que demostrabas que algunas personas siempre pensarán que los con discapacidades son “menos que”. A veces, me siento abrumada que este mundo fue creado en contra de personas con discapacidades y que tu has hecho esta realidad aún más clara. Cuando tu silenciador se cayó en medio de la carretera, realmente te pasaste de la raya. De ti aprendí el daño que causa la segregación. Pero también aprendí el poder de la solidaridad y por eso siempre estaré agradecida.
Como dije antes, es complicado, pero te quiero y creo que siempre ha sido así. Llevas mis recuerdos de la tarde leyendo Arthur a otro niño una y otra vez. Llevas mi angustia de séptimo grado, el comienzo de mi defensa, algunos de mis secretos, mucho de mi humor y, bueno, un pedacito de mi corazón. Que los próximos niños que se monten en ti aprendan a ser orgullosos. Y diles que una mujer que una vez fue una niña en una pequeña silla de ruedas azul los apoya.