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La vida con Annie

Publicado
abril 5, 2021
Por
Catherine McGuire
Tipo
Voces de la comunidad
Dos hermanas posan con alegría para una foto. La hermana menor tiene una mano protectora en el hombro de su hermana mayor, que tiene una discapacidad.

Cuando llegué a este mundo en una fría tarde de diciembre, mi hermana Annie tenía cinco años. Unos videos borrosos la documentan corriendo por los pasillos del hospital con una sonrisa de oreja a oreja, gritando “¿Dónde está mi hermanita? Quiero a mi hermanita”. Desde el momento en que nací, Annie irremediablemente cambió mi vida, del mismo modo que la vida de mis padres cambió cuando descubrieron que su primogénita tenía síndrome de Down.

Ahora tengo diecisiete años y con el tiempo ha llegado la madurez y la perspectiva que me ha permitido tener una mejor comprensión de mi relación con mi hermana por todo lo que es, en sus bendiciones y en sus desafíos. Me recibe con besos y abrazos entusiastas, es una de las pocas personas que ha permanecido constante en medio de dos mudanzas internacionales, y siempre está dispuesta para una fiesta de baile por la mañana o para una noche de películas de Frozen. El optimismo, la inocencia y la risa con la que explora el mundo me han enseñado, sin duda, a ser más empática, a disfrutar de las pequeñas alegrías de la vida cotidiana, a defender lo que es correcto y, lo que es más importante, a confiar en que todo sucede de la manera prevista. Su alma no se parece a ninguna otra que haya encontrado en esta vida, y su sonrisa hace que todos los retos a los que me he enfrentado y me enfrentaré como su hermana sean más valiosos. 

Al crecer, Annie no era —al menos frente a mis ojos— diferente de cualquier otra hermana mayor. Jugábamos a la casita de muñecas, hablábamos sobre qué película ver y corríamos riendo por el paseo de la bahía donde nos criamos. Sin embargo, a medida que crecía, empecé a evaluar las cosas de las que la inocencia de mi juventud me había protegido. A pesar de los cinco años que nos separaban, nuestra relación cambió a una en la que me sentía como la hermana mayor (si no como un tercer padre) en muchos aspectos. La vida con Annie estaba marcada por las miradas de lado de los desconocidos en el supermercado, el miedo y las risas de otros niños en el patio de recreo, la incomodidad de los adultos cuando le hablaban a Annie con voces extrañas y fuertes antes de buscar desesperadamente en mí una interpretación de sus respuestas. Viviendo en el extranjero, los largos vuelos que hacíamos entre Asia y EE. UU. eran una vergüenza especial cuando mi hermana, incapaz de soportar las veintidós horas de vuelo, gritaba y lloraba durante horas. 

Me pasaba horas en esos vuelos intentando calmarla, distraerla, reprenderla, cualquier cosa para acallar los horribles chillidos que atraían la atención de las personas muy descontentas que estaban sentadas cerca de nosotros. Cuando estaba claro que ningún esfuerzo podía poner fin a la pesadilla, me acurrucaba bajo las miradas exasperadas de las azafatas y los compañeros de vuelo, y ponía música en mis audífonos para evitar el ruido mientras las lágrimas resbalaban silenciosamente por mis mejillas. Encerrarme en mí misma fue un hábito que definió gran parte de mi infancia, intentando empequeñecerme y hacer lo mismo con mis luchas por miedo a alterar el cuidadoso equilibrio que mis padres se habían esforzado en encontrar a pesar de los retos que se les presentaban. Nunca fueron mis padres los que me hicieron sentir esa fuerte presión, sino una ansiedad que yo misma había creado. A pesar del abundante amor y la seguridad que me dieron, nunca pude quitarme de encima la sensación de que un pequeño paso en falso haría que el mundo se derrumbara.

Cuando miro hacia el pasado, agradezco especialmente los sacrificios que hicieron mis padres para mantenerme mientras nos criaban a mi hermana y a mí. Sin su paciencia y perseverancia, mi experiencia de crecimiento con Annie podría haber sido una niñez totalmente diferente, sin mucho del cariño que hoy asoció con todo eso. Superan cualquier situación difícil con gracia y amor, y esa es una cualidad que todos deberíamos esforzarnos por cultivar. Dicho esto, la falta de recursos e información sobre y para los hermanos de personas con discapacidades es un obstáculo importante al que se han enfrentado y se siguen enfrentando muchas familias como la mía.

Al crecer, deseaba que hubiera más gente que entendiera mis experiencias y más oportunidades para aprender a desenvolverse en mi peculiar posición. Los hermanos de las personas con discapacidades están ampliamente sobrecargados por sus multifacéticos roles de hermanos, cuidadores y apoyo, al tiempo que están crónicamente subrepresentados en la defensa, el apoyo y la concienciación. Ya no siento que un pequeño error hará que el mundo se desmorone a mi alrededor. Pero me gustaría no haber vivido con esa tensión durante tantos años. Cómo personas que desempeñan un papel muy importante para moldear la vida de sus hermanos con discapacidades, nunca se insistirá lo suficiente en la importancia de atender las necesidades de los hermanos. Hacerlo puede mejorar y mejorará los resultados para las personas con discapacidades, sus hermanos y sus familias.